viernes, 26 de abril de 2013

El hombre analógico (3ª entrega)




Doce horas más tarde, una nave Lone Fighter con un solo tripulante, partía del hangar táctico de la Galactic Voyager, en vuelo programado, con dirección a Coleria; un pequeño planeta localizado en NGC-2403, una galaxia espiral perteneciente a la constelación de Camelopardalis.

Ramiro, plácidamente acomodado en la carlinga de la Lone Fighter, por fin se sentía a sus anchas. Disfrutaba de una magistral e inigualable visión del cosmos, y estaba solo. El viaje duraría unas 14 horas, indicaba el display del ordenador de navegación, pero enseguida comprendió que merecería la pena hasta el último minuto. Pocos eran los hombres que, procedentes de mundos inferiores habían tenido la oportunidad de contemplar tanta enormidad y belleza, tanta verdad y fundamento. Parecía imposible estar más cerca del cielo.

Ramiro tenía una teoría; así como era posible la coexistencia simultánea de varios universos en un mismo espacio, los multiversos. De la misma forma, era posible la existencia de mundos superpuestos. Habitados por personas, aparentemente iguales, pero calidad diferente; con formas de pensar, de vivir y de hacer diferentes. Y no era lo mismo, claro que no, aseguraba Ramiro, pertenecer a unos u otros; todos hacemos nuestras necesidades por semejantes partes y, casi con toda seguridad, de la misma manera, eso es un axioma. Pero esto no nos convierte en iguales, ¡para nada! Que puede importarle a alguien que se desplaza por el universo a bordo de su particular y superexclusiva nave interestelar, se desayuna en la Tierra, almuerza en Europa (una de las cuatro principales lunas de Júpiter, se entiende), y toma el té con su concubina en cualquier microplaneta exclusivo de Alpha Centauri, mientras cierra negocios de millones de euros a través de su conexión personal de entrelazamientos cuánticos, un pobre y miserable descontado de la telúrica New World City, sin oficio ni beneficio, y que sobrevive, merodeando a diario, junto con su madre y hermano en una oscura y reducida casa-contenedor de renta concertada. 

Embelesado, la cabeza apoyada sobre el cristal de una de las ventanas de la nave y regocijado en su melancolía, Ramiro saboreaba satisfecho la totalidad del espacio y del tiempo, y se admiraba complacido flotando sobre la propia materia y energía que había dado origen a todo lo conocido y nos acompañaba desde el mismísimo Big Bang. Le sorprendió que, contrariamente a lo que había interpretado de pequeño, cuando aún era posible escrutar el firmamento desde la tierra; el universo no era negro, sino de un color café-cortado cósmico maravilloso. Y le dio que pensar, como, al observar el universo desde dentro, la conclusión primera a que se podía llegar, era que estaba incomprensiblemente vacío, es decir; que estaba compuesto por muy poca materia. Miríadas de estrellas, rutilantes, acudían a su encuentro auxiliadas por el impulso excepcional del reactor CSTR que propulsaba la nave. Y celebraba y aplaudía la luminosidad reflectante, el colorido y las caprichosas formas de cúmulos, nubes de gas y cuerpos celestes, fantásticos, que refulgían con ímpetu por sobre la lobreguez extraordinaria de la antimateria. Y…  se felicitaba por estar allí.

Sumergido en esta quietud extraordinaria, y dejándose llevar por tan fantástico espectáculo, Ramiro se dejó vencer por una placentera modorra, su cabeza iba de un lugar a otro, y necesito acordarse de su casa y de su gente. Se acordó primero de su madre que debió quedar esperándolo el día en que se marchó improvisadamente, hace ya casi una semana. Pobre mujer –reflexiono–, abandonada, ajena, combatida… ¿quedaría esperando serena, como Penélope?, o ¿buscaría consuelo en su otro hijo?, que era todo cuanto aun le anclaba a tan desconsiderada existencia. Entonces, se acordó también de su hermano, algunos años menor, para el que, de alguna manera, había ejercido de protector y custodia, y siempre había llevado de reata cuando eran pequeños. Porque cuando Ramiro era pequeño, el mundo también era pequeño, y diferente y las cosas eran distintas, y su familia, como otras, había disfrutado de un cálido y armonioso hogar… Otros tiempos, en definitiva, que de pronto acudían a su memoria en una transitoria sucesión de imágenes que se negaban, no obstante, a detenerse el tiempo suficiente que permitiera fijarlas y consolidarlas. Como pájaros, que revolotean erráticos, atrapados en un confinado lugar, sin encontrar escapatoria. Incapaces, en su desesperado afán de sosegarse, posarse un segundo y ponderar… y continúan así indómitos hasta que caen fatigados o noqueados. Tan imposible como intentar dominar un sueño. …padre regresa pronto del trabajo; grande y fuerte, zalamero y colmado de requiebros para mamá. Y trae algo escondido a su espalda, algo que después de besarnos y saludarnos nos descubre; un pequeño ingenio de madera que el mismo ha construido para nosotros. La lluvia, vertical y generosa, riega los campos de un mundo verde todavía, y los ríos recorren la tierra ávidos de océano… no muy lejos de casa transita uno, lento a veces, otros menos, y se complace componiendo eventuales meandros. Es por la tarde y padre nos lleva a bañar, junto a los sauces, como otras veces. Y allí estamos, entusiasmados, mi hermano y yo, con nuestros trajes de baño preferidos; rojo el suyo, azul el mío, amarrados ambos por la cintura a sendos cabos de una misma cuerda, adentrándonos confiados desde la orilla, pues al otro extremo, él vigila la corriente...

Una relumbrante luz azulada, comenzó a parpadear en un dispositivo de "grafeno" que Ramiro portaba en su muñeca izquierda, formaba parte del equipamiento personal con el que había sido dotado instantes antes de su partida. La luz, unida a una machacona y acompasada alarma acústica increíblemente infame, consiguieron sacar a Ramiro del marasmo en el que se encontraba sumergido. Se trataba de una conexión cuántica, que procedente del planeta Génova, solicitaba conformidad. Ramiro, aturdido todavía, se incorporó sobre el asiento, se froto los ojos con los nudillos y procedió a soltar el artilugio de su muñeca, tal y como le habían explicado. Una vez en sus manos, comprobó que aquel invento, estaba fabricado con un material extraordinariamente delgado y flexible, lo desplegó y, sin dificultad, el cacharro adopto la forma de una pantalla plana y transparente de 15”. Perplejo, apretó el botón “enter” que no dejaba de parpadear y voila; un tipo flemático y de cara circunspecta apareció ante sus narices. En realidad, se trataba de un holograma de González uno de los consejeros principales de Aguirre. El mismo que, algunas horas antes, le había despedido en el hangar táctico de la Galactic, deseándole buen viaje e indicándole que no intentara adelantar acontecimientos, que en breve tendría noticias suyas. Y… efectivamente, de una u otra manera, el tipo había cumplido su palabra.

González transmitía instrucciones precisas a Ramiro acerca del trabajo que este debería realizar, una vez, su nave se hubiera posado sobre el planeta Coleria. Cosa que ocurriría en unos 35 minutos, según indicaba el display de navegación.

–Sr. Spoleta, esperamos que el viaje haya sido de su agrado –González, siempre sobrio, hablaba en plural mayestático.

– ¡Gracias!, es usted muy amable, González  ¡El viaje ha sido fantástico! No obstante, hay que decir que tengo un poco de hambre. La comida deshidratada no es mala, ¿sabe? Pero…  como que no me deja satisfecho.

– ¡Ya! En 30 minutos aproximadamente, usted estará en Coleria y tendrá oportunidad de reponerse de la travesía, no tenga cuidado. Sin embrago, una vez saciadas sus necesidades primarias, le recuerdo que estamos aquí por razones de trabajo.

– ¡Disculpe, González! Soy todo oído.

– ¡Mucho mejor! Vamos a ver, es esta una cuestión cabal y delicada, ¿sabe usted...? Pongamos que se trata de un asunto de higiene –dijo González utilizando un eufemismo–, ¡ya me entiende! Su trabajo, por tanto, consistirá en una operación de erradicación y limpieza. Por supuesto, Sr. Spoleta, esperamos actúe de forma resuelta y contundente. Creo que de esto, entiende usted algo...

– ¿Hablamos de descontados, o nos referimos a gente y armatostes? –quiso puntualizar Ramiro.

No era frecuente, en estos días, encontrar grupos humanos que supusieran un riesgo real para la organización. Exceptuando, naturalmente, a traidores y conspiradores afectos a las grandes oligarquías dominantes, la mayor parte de humanos que aún subsistían, lo hacían en unas condiciones pésimas de salubridad y sustento. Mal alimentados, dispersos y sin formación, vagabundeaban mansamente esparcidos por toda la confederación planetaria, siendo objeto de todo tipo de abusos y arbitrariedades. Niños, adultos y viejos –los menos–, sucumbían a diario en la vía pública, y sus cadáveres, retirados por unidades de reciclado de residuos M-PO, eran conducidos a plantas de biomasa de alto rendimiento donde eran incinerados.


– Eso, a nuestro parecer, Sr. Spoleta, no tiene mayor trascendencia. ¡Por favor! Céntrese y ponga atención, estas son sus instrucciones: en Coleria, existe un movimiento activista y de agitación conocido como los “Indignati”, que han hecho del lugar su baluarte y santuario. Amparados en una legislación laxa y autónoma, consecuencia del estatus marginal de este planeta –Coleria es miembro agregado, pero no de hecho, de la Organización de Planetas Unidos y Solventes (OPUS), y por extensión, exento de tratado de extradición con la Confederación Planetaria–, y bendecidos por una más que interesada condescendencia de sus dirigentes, estos perroflauticos activistas, que salen, golpean y se guarecen de nuevo con total impunidad y confianza, han llegado a convertirse en un verdadero grano en el culo para el sistema. En fin, lo que usted debe hacer es infiltrarse en el grupo y ganarse la amistad y confianza de algunos de sus miembros. Una vez conseguido esto, su misión será exacta; localizar y eliminar a “Mecánico”, líder del movimiento. ¿Todo claro hasta aquí?

– ¡Cristalino! –respondió Ramiro que no salía de su asombro–. ¿En serio, alguien había  organizado algo así?  –se interrogó fascinado.

– Una vez se encuentre en la plataforma de atraque de Coleria –prosiguió González , uno de nuestros colaboradores, le estará esperando. Él le facilitara cuanto precise y le ayudara a insertarse en el entorno. A partir de aquí, estará solo, ¡ya lo sabe! Confiamos en que sea capaz de llevar a cabo un trabajo limpio y elegante. El precio que pagamos por él, no es para menos.

– ¡Quédese tranquilo, González! Seguro que será de su agrado.


Continuara…



La Nebulosa - © Edy



Never - Orbital




lunes, 15 de abril de 2013

La tienda de ultramarinos - El hombre sin mirada



 La tienda de ultramarinos

Mis recuerdos son antiguos, de cuando apenas era un adolescente, llevaba el pelo largo y el signo de la paz grabado sobre una rodaja de hueso que colgaba de mi cuello; trabajaba en la tienda de ultramarinos que había en la esquina, bajando la calle, y las marujas siempre me confundían con una chica.  El bacalao se cortaba a guillotina con la bacaladera y las legumbres a granel venían en sacos de arpillera que apilábamos juntando los unos con los otros en el suelo, abiertos, con la boca remangada; para después  despacharlos  ayudados  de una pequeña pala de metal que vaciábamos sobre un papel de estraza encima de la balanza. No olvidare el fuerte olor a vino y a vinagre fermentado que rezumaba de las cubas en la trastienda, mezclado  con el aroma del pimentón y la acidez de los productos de limpieza. Lo que nunca entendí es porque escaseaba tanto el azúcar, los sacos llegaban con cuentagotas y teníamos orden expresa del encargado para disimular cincuenta gramos de menos en cada pesada de a kilo, ya que el margen era muy escaso. Entonces, era tan antes como para que todas estas cosas aún existieran, pero no tan antiguo como para que los fundamentos de la modernidad que hoy conocemos, no hubieran irrumpido. Así, se daban divertidos contrastes entre las antiguas y nuevas maneras de despachar los artículos: las especias se servían a granel, pero la leche, condensada y en latas; las arenques eran exhibidas al público en cajas abiertas, más el café se consumía soluble e impecablemente envasado al vacío; los yogures y el pan Bimbo disponían de rigurosa fecha de caducidad, sin embargo los embutidos y chacinas prescribían cuando no quedaba más remedio, porque estaban demasiado secos u olían mal. Es así como era aquel tiempo ¡Caray!…

Cuando subí aquel día para comer a casa mis padres, ya conocían la noticia. La calle, prudente y asustada era un clamor callado; el dinosaurio, enfermo, por fin de viejo había muerto…  Muy cerca  en  la maquina gramófono del Bar Martos, sonaba la negra voz de metal de Roberta Flack -“Suavemente me mata con su canción”– Mientras, en el parque, un tipo acurrucaba el mechero encendido entre las cuencas de sus manos, los operarios podaban los arboles ya desnudos de hojas aligerándolos para el invierno, y una profunda zanja se abría paso calle abajo para embutir el nuevo alcantarillado. La vida seguía mientras la muerte cumplió su fin; aquellos serian los primeros cambios de una serie infinita que nos alejarían de la pesadilla adentrándonos en un vasto futuro y sin embargo nada había pasado. Los inviernos serían fríos siempre, los vientos tumbarían las mieses cada primavera, y el mármol de los portales nos refrescaría en los calurosos veranos…  el  mundo, rum, rum… seguía girando. La eterna agonía del exasperante final nos dejo tiempo para delinear nuestros anhelos y soñar con lo que vendría después, albergando una idea tal vez demasiado romántica sobre la libertad. Pero en aquel instante, era Imposible no estar expectantes ante el tenso silencio donde “todos los violinistas mantenían levantados sus arcos”.

“Un ligero ademán del director, un leve cabezazo” y el forte, súbito, nos atropellaría irremediablemente hasta el centro de la acción. El presente es como el punto de fuga de una perspectiva, es un punto impropio, situado en el infinito y que solo tiene sentido como referente para recrear la realidad, el pasado y el futuro constituyen las aristas que conforman la figura. Siempre estamos en el punto de fuga impropio, situado en el infinito, pero siempre huyendo hacia cualquier rincón de nuestra vida, la que fue o la que será. Volví por la tarde a la tienda, el mismo olor, las mismas tareas y aquel hombrecillo insignificante que lo sabía todo sobre el arte del mostrador, estúpido hasta la desesperación. Todo seguía igual en aquel rincón de mi vida, pero también allí algo había empezado a cambiar; mire a aquel necio que a fuerza de ser siempre tendero, logró ser tendero encargado al fin, y comprendí que no había más, que mi destino allí ya estaba escrito, del inminente cambio que se anunciaba en las calles yo solo podría apreciar su evolución en los embasados de los productos y la moda a través del peinado que lucirían las marujas. Las cosas pasarían en el mundo mientras yo hacia un doctorado en ultramarinos…  Arroje el cepillo de barrer al suelo y salí, gire a la izquierda y encarrilé calle arriba camino del Martos, el hombrecillo desde la esquina gritaba - ¡eh chico, ¿estás loco…? ¿Dónde vas?!  Pensé en retomar mis estudios, pensé en participar en todo aquello, el tren pasaba y no quería perderlo.

     En la maquina de discos del bar seguía la misma cantinela “Killing Me Softly With His Song”  y yo respiré aliviado… ¡carajo¡
 

     “Pedazos de mi vida narraba su canción”

La Nebulosa - F.  Buendía.

Acompañamos con:  Killing Me Softly -Roberta Flack


jueves, 11 de abril de 2013

El monstruo que alimentamos


Había una vez un país, no muy lejano, que estaba habitado por gentes de diferentes saberes y hablaban diferentes idiomas. Estas gentes, convivían felices y en cierta armonía con una despiadada e insaciable alimaña que engullía euros sin encontrar nunca hartazgo. Habían llegado a un acuerdo tácito; los hombres le llevarían cuantos euros fueran capaces de reunir, a cambio, la bestia, le prestaría unos pocos cuando alguno de ellos necesitara comprar algo. Posteriormente, los hombres devolverían lo prestado más un canon. Con esto, la bestia aseguraba su continuidad y alimento, mientras los hombres se procuraban una vida más fácil. 

Paso el tiempo y vieron los hombres que aquello era bueno, lo que hizo que se relajaran y tomaran confianza. La bestia, sabiéndose cada vez menos vigilada, comenzó a hacer y deshacer más a su antojo. Tanto fue así, que en su delirio, un día empezó a perder el control, ávida de euros, y comenzó a devorar todo cuanto encontraba a su paso, amenazaba con no dejar títere con cabeza. Como consecuencia, el tinglado que habían montado los hombres se vino abajo y, el país, sus gentes, comenzaron a sufrir todo tipo de penurias y calamidades (hambre, frío, enfermedades, atraso, abandono, deudas…). Alguna gente, los más resueltos y avispados, decidieron escapar a otros lugares en busca de mejor fortuna. No en vano, los sabios y gobernantes de estos pueblos, habían decidido que la culpa de todo era de unos díscolos e ingobernables habitantes que vivían en el sur, junto al Mediterráneo. Unos alocados e imprudentes pueblos que gastaban sin medida y gustaban de vivir siempre de fiesta, sin buscar euros para saciar a la bestia.

Ellos decían:

- ¡Gentes de mal vivir!, ¡ese no es el camino! Vosotros sois los culpables de que la fiera se haya descontrolado… ¡Hay que trabajar más! (eso sí, nadie les facilitaba trabajo). ¡Mirad las hormiguitas!; hay que gastar menos y guardar un poco.

Según decían ellos, ese era el comportamiento ejemplar, así se comportaban “los buenos” y, era a estos, a quienes había que imitar.

Entonces, para que estas gentes aprendieran la lección y esto nunca más volviera a repetirse, decidieron escarmentarlos. En adelante, no tendrían bienestar (les quitaron la educación, la sanidad, las becas para que estudiaran sus hijos, sus casas, dejaron de ayudar a los mayores, de construirles carreteras, les quitaron a sus investigadores, etc.). Todo estaba justificado, pues era necesario reunir muchos euros para calmar el apetito voraz de la fiera (un tal “Mercado” decían). Pero el plan no resulto, y la desconsiderada alimaña siempre estaba insatisfecha. Así que, nuevamente se reunieron los sabios y nuevamente se preguntaron:

- ¿Qué hacemos ahora, de dónde lo sacamos…? 

Y decidieron que el único camino era ir también a por los “los buenos”, no había más remedio. Había que sacrificar también a los que; con tesón, trabajo y una vida de dedicación, habían conseguido reunir algunos ahorros. Pero, estas gentes, no tenían deudas, no bailaban, no iban de fiesta y, eso sí, habían dado de comer puntualmente a la bestia. Incluso, se habían beneficiado de algunos de sus despojos a cambio. 

Daba igual, ya nadie estaba a salvo.

Y… este es el cuento de nunca acabar, pues la bestia aún no se ha atiborrado.

La Nebulosa - © Edy
Ilustración: Zdzislaw Beksinski