Por entre
cañadas, veredas escarpadas y desfiladeros, con acostumbrado paso, se acerca el
mulero a Caín. Su tarea consiste en proveer de suministros a los vecinos del retirado
término (arroz, trigo, telas, algunos productos ciertamente exóticos y, por
supuesto, el correo). Un hombre deslustrado y más bien chico, algo nervudo y
saludable, conduce por sinuosa vereda exigua recua de mulos y jumentos rebosantes
de abastos y atavíos. La travesía comienza una vez dejado atrás el robledal; el
camino, carretero todavía, muere al pie del viejo murallón, se disipa en la planicie. En su lugar, emerge ahora una desangrada trocha. El grupo la toma y
progresa con letanía; zigzagueando sobre los derrubios de piedemonte gana altura con
prontitud. Abajo, en el barranco, acecha el río; bravo, helado y predispuesto... Desde allí, nutrias, mirlos acuáticos, salmones y un Martín pescador, saludan largos a
la comitiva. A veces, sin demorar en el ascenso, el mulero gira parvo la cabeza y, con oblicua mirada,
corresponde a los concurrentes.
Las paredes
de la garganta se elevan y estrechan según asciende el sendero, que discurre, una vez en lo alto, por reducido saliente a lo largo de la pared izquierda: suerte de derrota
indómita, hendida en el pedrusco años ha por el hierro del hombre, que se
complace en travesear con los viajeros. En ocasiones, si se le antoja, haciéndoles perder
la huella... Más arriba, un rebeco ensimismado contempla a la compañía, que con
paso lento pero inequívoco porfía en el esfuerzo; y pujan, y desarrollan…
Hasta que salen de las angosturas a ruta más desahogada. Avanzan finalmente sobre la
llanura aluvial, y con paso igual de plúmbeo se pierden en lontananza. A lo lejos,
se oye el canto del urogallo dándoles la bienvenida. No se demorarán los
vecinos que, ávidos de nuevas y provisiones, como de costumbre, escoltarán al séquito desde el bosquecillo de manzanos silvestres hasta la plazuela.
Mi hermano no sabía bien que estaba pasando, papá y mamá ya no estaban, la guerra lo había cambiado todo y ahora éramos él y yo solos; sobrevivíamos a nuestra manera, obteniendo cosas de aquí y de allá. Recuerdo que solía tranquilizarle diciéndo: – No tengas miedo Niko, yo siempre estaré a tu lado–. Y, de algún modo, era consciente de que le estaba mintiendo.
Esta tarde, fui a visitar una muestra itinerante de fotografías de la Gran Guerra que por estos días se exhibe en mi ciudad. De repente, me quede petrificado; en una de aquellas instantaneas aparecíamos Nikolai y yo. ¡Eramos nostros, no había duda! Pude reconocernos enseguida. Niko llevaba puesto mi abrigo con capucha color gris que tanto me gustaba, mientras yo, marchaba a su lado asiéndole por los hombros de forma protectora. Caminábamos por delante de un edificio de vecinos de la calle Freta, cerca de la plaza del mercado de la vieja Varsovia.
Pobre Niko, al final consiguieron separarnos. Debió ser, solo unos días después de que se tomara esta foto. Aún puedo verme, llorando y pataleando de impotencia mientras me arrastraban lejos de él, que no paraba de gritar mi nombre. Desde aquel día, no he dejado de buscarlo. Mi corazón ya es viejo y, sin embargo, la pena no se ha abreviado un ápice. Imagino que tiene que ser así, a mis 78 años no perderé la esperanza.
En
el rincón de la calle Los Molinos, tras la puerta, el miedo no era mayor que la
curiosidad. Mis hermanas y yo, tentábamos la madera hirviente del grueso
portón; el jaleo que llegaba de afuera
nos hacia cosquillear por dentro como si hormigas miles subieran alegres por
nuestras piernas; imparables bullíamos hasta que empezamos a entender la
gravedad de lo que acontecía: la preocupación en el rostro de Papá y el abuelo,
el desamparo de mamá, los gritos en la callé… todo aquello configuraba para
nosotras una excitante aventura; aunque mucho mas tarde entendimos que esta
noche cambiaría para siempre la realidad de nuestras vidas. Mariana subió al
piso superior y nos chisto desde arriba, subimos de inmediato y a través del
pequeño ventanuco, apretadas las tres, pudimos ver la lonja de enfrente ¡una enorme hoguera se
levantaba en ella! Más alta que las casas, más alta que la iglesia… los hombres
saltaban endiablados arrojando a las llamas santos, cruces, ornamentos y ropas
eclesiástica; exaltados, parecían disfrutar como en una fiesta. Las mujeres de
las cuevas huían de allí con canastos abarrotados de lo que creyeron poseía
algún valor y, de repente, se escucharon tiros. Papa nos aparto de un puñado y
atranco la ventanucha mientras le decía
a madre - Juana llévate a las chiquillas al corral,
mételas en el retrete y no hagáis ruido,
cerrad la puerta y callad; si entran, les diré que estamos el abuelo y yo
solos, que la familia está en al campo y hemos subido a coger viandas para mañana.
Cuando despertamos seguíamos las
tres en el retrete abrazadas a mamá, la luz del día se colaba por las rendijas
de la tosca portezuela obligándonos a apretar los ojos; era uno de esos días radiantes
y cálidos en los que se hace difícil prever que algo grave pueda suceder. Sin
embargo durante la noche pasada, que ahora me parecía un sueño, se había
iniciado todo; los milicianos rojos contrariados y enardecidos, ofuscados por
las noticias que llegaban sobre el levantamiento fascista, se hicieron a las
calles, encarcelaron a los ricos nacionalistas, quemaron sus iglesias y les
despojaron de sus propiedades. De repente el pueblo se había dividido en dos
mitades, ¿de qué parte era yo? ¿y mis padres? ¿y mis hermanas? ¿podíamos
elegirlo?... Por el aspecto de los nacionales, se diría que mi familia y yo no
pertenecíamos a ese bando. Tardamos en salir a la vista de la calle, primero
abrimos con miedo el ventanillo y contemplamos la gran montaña de rescoldos
humeantes, después salió mi padre y hablo con los vecinos, le siguió el abuelo
y así fuimos recobrando la confianza para volver a este espacio tan cotidiano,
donde tantas veces jugamos y que ahora se nos hacía ajeno ¿Cuándo dejo de
pertenecernos? Asombrada, los ojos se me iban a las estrellas
que relucían entre las cenizas de la hoguera, dorados y platas brillaban en la
negra carbonilla. Las puertas de par en par en la iglesia, el desorden dentro,
el humo, la plaza desolada, abandonada por los que la devastaron, temida ya por
el resto…Nunca antes había entendido
ese lugar extraño, ni el misterio que se guarecía dentro, detrás de la pesada
puerta; tan oscuro y frío, por donde pasabangentes que dentro no parecían lo que eran fuera. Y no pensé jamás que
ese aciago edificio pudiera vomitar algún díaun infierno sobre la lonja de la calle de Los Molinos, frente a mi casa,
en mi pueblo… Ni que las estrellas que brillaban entre la bazofia, me pudieran
atraer de esa manera.
El
tiempo y la confianza se apoderaron de la bestia, los días pasaban y las tardes
las echábamos los niños escarbando en
los restos de la hoguera, expoliándola codiciosamente de sus pequeños tesoros.
La normalidad es una referencia mucho mas variable de lo que creemos pues nos
adaptamos al cambio con gran facilidad; así, lo que ayer nos parecía un abismo
hoy es nuestro valle ideal y al año justo de caer en el infierno, somos capaces
de montar un festín para celebrar el aniversario de nuestra llegada. El caos en
las calle se había instalado de una manera igualmente cotidiana, exaltados y
despavoridos convivían con plena naturalidad…
Las escenas más esperpénticas se vivían con absoluta llaneza de a
diario: el trasiego en las casas de los señores abiertas de par en par y de
donde sabanas, vajillas, ropas y muebles, salían desfilando aceras arriba en
manos de las familias más humildes; las cuadrillas de milicianos gritando sus
máximas, las noticias en las radios, el odio, la sed de violencia en espiral
creciente… La mayoría fuimos meros
espectadores que pretendíamos
estúpidamente pasar desapercibidos, como no queriendo tomar el aire en medio
del huracán.
Luego
pasaron muchas cosas y al final los vencedores se ensañaron en una despiadada represalia pero hoy este es mi recuerdo, en mi memoria
habita desde entonces, es una de esas imágenes que viajan conmigo sin ser mala
compañera. Lo he contado miles de veces
a mis hijos, ellos callan siempre y escuchan como si fuera la primera vez que
lo cuento; sabemos que es así como nos
gusta, como si fuera la primera vez... Maldita sea, una a esa edad no puede
entender que necesidad había de todo aquello, es ahora cuando trato de comprender
la situación y que el cansancio, el hambre, la injusticia y la sin razón,
provocaron el enfrentamiento; más siempre, cuando termino de plantearme este
argumento que me ayuda a entender al ser humano y que en extremas
circunstancias podemos caer en la barbarie;
acuden a mi memoria el rostro de mi padre y de mi abuelo y pienso en
cuantos grandes hombres se pierden por ser prudentes, pues teniendo mejor
criterio callan.
No
sabría explicar mejor el porqué, fue así, sin más nada “la libertad solo significaba, no tener nada
que perder” y en el aquel tiempo de las estrellas reluciendo dentro de las
hogueras, casi todo el mundo lo tenía ya todo perdido, de manera que buscaban a tiros su libertad.
La Nebulosa - F. Buendía
Acompañamos con: "Papá cuentame otra vez" - Ismael Serrano