martes, 28 de enero de 2014

Camino a Caín

           


            Por entre cañadas, veredas escarpadas y desfiladeros, con acostumbrado paso, se acerca el mulero a Caín. Su tarea consiste en proveer de suministros a los vecinos del retirado término (arroz, trigo, telas, algunos productos ciertamente exóticos y, por supuesto, el correo). Un hombre deslustrado y más bien chico, algo nervudo y saludable, conduce por sinuosa vereda exigua recua de mulos y jumentos rebosantes de abastos y atavíos. 

                La travesía comienza una vez dejado atrás el robledal; el camino, carretero todavía, muere al pie del viejo murallón, se disipa en la planicie. En su lugar, emerge ahora una desangrada trocha. El grupo la toma y progresa con letanía; zigzagueando sobre los derrubios de piedemonte gana altura con prontitud. Abajo, en el barranco, acecha el río; bravo, helado y predispuesto... Desde allí, nutrias, mirlos acuáticos, salmones y un Martín pescador, saludan largos a la comitiva. A veces, sin demorar en el ascenso, el mulero gira parvo la cabeza y, con oblicua mirada, corresponde a los concurrentes.

              Las paredes de la garganta se elevan y estrechan según asciende el sendero, que discurre, una vez en lo alto, por reducido saliente a lo largo de la pared izquierda: suerte de derrota indómita, hendida en el pedrusco años ha por el hierro del hombre, que se complace  en travesear con los viajeros. En ocasiones, si se le antoja, haciéndoles perder la huella... Más arriba, un rebeco ensimismado contempla a la compañía, que con paso lento pero inequívoco porfía en el esfuerzo; y pujan, y desarrollan… Hasta que salen de las angosturas a ruta más desahogada. Avanzan finalmente sobre la llanura aluvial, y con paso igual de plúmbeo se pierden en lontananza. 

               A lo lejos, se oye el canto del urogallo dándoles la bienvenida. No se demorarán los vecinos que, ávidos de nuevas y provisiones, como de costumbre, escoltarán al séquito desde el bosquecillo de manzanos silvestres hasta la plazuela.


La Nebulosa - © Jp del Río

Acompañamos con: "Chalaneru" - Banda Gaites Llacín



jueves, 2 de enero de 2014

Ángel


       Mi hermano no sabía bien que estaba pasando, papá y mamá ya no estaban, la guerra lo había cambiado todo y ahora éramos él y yo solos; sobrevivíamos a nuestra manera, obteniendo cosas de aquí y de allá. Recuerdo que solía tranquilizarle diciéndo: – No tengas miedo Niko, yo siempre estaré a tu lado–. Y, de algún modo, era consciente de que le estaba mintiendo.

       Esta tarde, fui a visitar una muestra itinerante de fotografías de la Gran Guerra que por estos días se exhibe en mi ciudad. De repente, me quede petrificado; en una de aquellas instantaneas aparecíamos Nikolai y yo. ¡Eramos nostros, no había duda! Pude reconocernos enseguida. Niko llevaba puesto mi abrigo con capucha color gris que tanto me gustaba, mientras yo, marchaba a su lado asiéndole por los hombros de forma protectora. Caminábamos por delante de un edificio de vecinos de la calle Freta, cerca de la plaza del mercado de la vieja Varsovia.

       Pobre Niko, al final consiguieron separarnos. Debió ser, solo unos días después de que se tomara esta foto. Aún puedo verme, llorando y pataleando de impotencia mientras me arrastraban lejos de él, que no paraba de gritar mi nombre. Desde aquel día, no he dejado de buscarlo. Mi corazón ya es viejo y, sin embargo, la pena no se ha abreviado un ápice. Imagino que tiene que ser así, a mis 78 años no perderé la esperanza.


La Nebulosa - ©  Jp del Río
Foto: David Peat
Audiorelato realizado por La Taberna del Callao:  









Estrellas en la hoguera


En el rincón de la calle Los Molinos, tras la puerta, el miedo no era mayor que la curiosidad. Mis hermanas y yo, tentábamos la madera hirviente del grueso portón; el jaleo que  llegaba de afuera nos hacia cosquillear por dentro como si hormigas miles subieran alegres por nuestras piernas; imparables bullíamos hasta que empezamos a entender la gravedad de lo que acontecía: la preocupación en el rostro de Papá y el abuelo, el desamparo de mamá, los gritos en la callé… todo aquello configuraba para nosotras una excitante aventura; aunque mucho mas tarde entendimos que esta noche cambiaría para siempre la realidad de nuestras vidas. Mariana subió al piso superior y nos chisto desde arriba, subimos de inmediato y a través del pequeño ventanuco, apretadas las tres, pudimos ver  la lonja de enfrente ¡una enorme hoguera se levantaba en ella! Más alta que las casas, más alta que la iglesia… los hombres saltaban endiablados arrojando a las llamas santos, cruces, ornamentos y ropas eclesiástica; exaltados, parecían disfrutar como en una fiesta. Las mujeres de las cuevas huían de allí con canastos abarrotados de lo que creyeron poseía algún valor y, de repente, se escucharon tiros. Papa nos aparto de un puñado y atranco la ventanucha  mientras le decía a madre  -  Juana llévate a las chiquillas al corral, mételas en  el retrete y no hagáis ruido, cerrad la puerta y callad; si entran, les diré que estamos el abuelo y yo solos, que la familia está en al campo y hemos subido a coger viandas para mañana.

            Cuando despertamos seguíamos las tres en el retrete abrazadas a mamá, la luz del día se colaba por las rendijas de la tosca portezuela obligándonos a apretar los ojos; era uno de esos días radiantes y cálidos en los que se hace difícil prever que algo grave pueda suceder. Sin embargo durante la noche pasada, que ahora me parecía un sueño, se había iniciado todo; los milicianos rojos contrariados y enardecidos, ofuscados por las noticias que llegaban sobre el levantamiento fascista, se hicieron a las calles, encarcelaron a los ricos nacionalistas, quemaron sus iglesias y les despojaron de sus propiedades. De repente el pueblo se había dividido en dos mitades, ¿de qué parte era yo? ¿y mis padres? ¿y mis hermanas? ¿podíamos elegirlo?... Por el aspecto de los nacionales, se diría que mi familia y yo no pertenecíamos a ese bando. Tardamos en salir a la vista de la calle, primero abrimos con miedo el ventanillo y contemplamos la gran montaña de rescoldos humeantes, después salió mi padre y hablo con los vecinos, le siguió el abuelo y así fuimos recobrando la confianza para volver a este espacio tan cotidiano, donde tantas veces jugamos y que ahora se nos hacía ajeno ¿Cuándo dejo de pertenecernos? Asombrada, los ojos se me iban a las estrellas que relucían entre las cenizas de la hoguera, dorados y platas brillaban en la negra carbonilla. Las puertas de par en par en la iglesia, el desorden dentro, el humo, la plaza desolada, abandonada por los que la devastaron, temida ya por el resto…  Nunca antes había entendido ese lugar extraño, ni el misterio que se guarecía dentro, detrás de la pesada puerta; tan oscuro y frío, por donde pasaban  gentes que dentro no parecían lo que eran fuera. Y no pensé jamás que ese aciago edificio pudiera vomitar algún día  un infierno sobre la lonja de la calle de Los Molinos, frente a mi casa, en mi pueblo… Ni que las estrellas que brillaban entre la bazofia, me pudieran atraer de esa manera.

El tiempo y la confianza se apoderaron de la bestia, los días pasaban y las tardes las echábamos  los niños escarbando en los restos de la hoguera, expoliándola codiciosamente de sus pequeños tesoros. La normalidad es una referencia mucho mas variable de lo que creemos pues nos adaptamos al cambio con gran facilidad; así, lo que ayer nos parecía un abismo hoy es nuestro valle ideal y al año justo de caer en el infierno, somos capaces de montar un festín para celebrar el aniversario de nuestra llegada. El caos en las calle se había instalado de una manera igualmente cotidiana, exaltados y despavoridos convivían con plena naturalidad…  Las escenas más esperpénticas se vivían con absoluta llaneza de a diario: el trasiego en las casas de los señores abiertas de par en par y de donde  sabanas, vajillas, ropas y  muebles, salían desfilando aceras arriba en manos de las familias más humildes; las cuadrillas de milicianos gritando sus máximas, las noticias en las radios, el odio, la sed de violencia en espiral creciente… La mayoría  fuimos meros espectadores que  pretendíamos estúpidamente pasar desapercibidos, como no queriendo tomar el aire en medio del huracán. 
      
Luego pasaron muchas cosas y al final los vencedores se ensañaron  en una despiadada represalia  pero hoy este es mi recuerdo, en mi memoria habita desde entonces, es una de esas imágenes que viajan conmigo sin ser mala compañera.  Lo he contado miles de veces a mis hijos, ellos callan siempre y escuchan como si fuera la primera vez que lo cuento;  sabemos que es así como nos gusta, como si fuera la primera vez... Maldita sea, una a esa edad no puede entender que necesidad había de todo aquello, es ahora cuando trato de comprender la situación y que el cansancio, el hambre, la injusticia y la sin razón, provocaron el enfrentamiento; más  siempre, cuando termino de plantearme este argumento que me ayuda a entender al ser humano y que en extremas circunstancias podemos caer en la barbarie;  acuden a mi memoria el rostro de mi padre y de mi abuelo y pienso en cuantos grandes hombres se pierden por ser prudentes, pues teniendo mejor criterio callan. 
 
No sabría explicar mejor el porqué, fue así, sin más nada  “la libertad solo significaba, no tener nada que perder” y en el aquel tiempo de las estrellas reluciendo dentro de las hogueras, casi todo el mundo lo tenía ya todo perdido, de manera  que buscaban a tiros su libertad. 


La Nebulosa - F. Buendía

Acompañamos con: "Papá cuentame otra vez" - Ismael Serrano