jueves, 12 de diciembre de 2013

Mi cabeza no para.



Mi cabeza no para.

       
  Bajo la tapa del arca, sal para la salazón y al lado mi cama. Tras la cabecera tengo la ventana, la calle y los pinos; sobre mí, el tejado y los nidos. Abajo está la cocina a la que voy ligero, dejo a un lado el cuchitril de los trastos y atravieso el salón rozando las cortinas que enmarcan concertadamente la entrada a los cuartos y que, como si de un palacio colonial se tratará, están absurdamente estampadas con motivos de caza. Paso el pequeño pasillo y la oscura alacena, evito tropezar con la pila en el rincón donde se lava, y entro.

       Sobre la mesa con los brazos apoyados y la barbilla dejada caer en el envés de mis manos entrelazadas, observo  la maestría con  que mama extiende la argamasa. El aroma a anís, el azúcar, la harina…  Se acerca la navidad y prepara sus deliciosos rosquillos rajados, fritos en aceite de oliva y espolvoreados con azúcar nada más salir de la sartén. Me da uno y esconde grandes fuentes en las partes altas de los armarios, donde nadie pueda llegar, donde nadie pueda hurtarlos. Mamá me enseñó así la grandeza de los momentos grandes; la ansiedad de esperarlos, la excitación de vivirlos, la…. resignación para reservarlos.


       No es una gran cocinera pero como para todo  se da buena maña.  Con los ojos perdidos,  obnubilados y mi rosquillo entre el pulgar y el índice muy cerca de la boca, espera lo que me resta por comer mientras mastico lo mordido y salgo a la calle. En invierno anochece tan pronto en el campo… puedo moverme porque conozco como mi propia mano las inmediaciones de casa, busco el melocotonero donde sé que hay una piedra para sentarme,  me siento y miro. Veo lo que hay porque sé que está y veo lo que quiero porque lo tengo dentro… mi cabeza no para. 


         Noto el frescor del rio, y oigo el ruido del agua arrastrándose entre las piedras; desde lejos, a mi espalda, llega el ronquido producido por el agua que alivia el embalse a través de sus compuertas, que deben estar abiertas; y leve, muy cerca, pero incesante; el zumbido de los cables de electricidad que entran y salen de la caseta transformadora; los grillos, los pájaros, alguna rana; todo suena a la vez y yo lo oigo. Me gustaría saber a dónde conduce el camino que pasa por casa, se pierde entre el olivar cuando llega a la falda de los cerros. Esta noche de luna llena deja ver en sus crestas dos pueblos lejanos, uno extiende a la derecha su hilera luces, el otro solo es una línea en el cielo, con una torre alta a la izquierda que lo remata ¿Quién vive allí?  …El mundo que estudiamos en la escuela debe ser grande. 


         Ahora miro desde la cresta hacia el sitio donde aquella noche estuve sentado rosquillo en mano y, con la espalda pegada a la torre de la iglesia, que antes observaba desde el otro lado, imagino aquel viejo lugar y lo echo de menos. Ya sé a dónde lleva el camino…  -Sigo buscando, desfilo bajo la lluvia, aunque no me identifiques yo soy uno de ellos, mis pasos son firmes y sé hacia donde camino, firme voy y sé hacia dónde. Caminando, caminando cruzo el mundo… hasta que cansado caigo-.


 “Vencido por mi propia guerra, me quedé como un cuadro  en su pared  pegado,  que nada tiene que hacer salvo seguir colgado”


          Esta noche mondo naranjas y sus peladuras vierto en mi sartén repleta de aceite de oliva virgen, que así desahúmo y aromatizo; preparo viejos rosquillos fritos y espolvoreados en azúcar, mientras la niña me mira y su madre la mira a ella. Le doy uno y guardo el resto, la observo mientras come… me gustaría explicarle a donde se dirige el camino que pasa por casa y descubrirle los misterios que aquella torre oscura esconde. Quisiera evitarle el llanto… pero no digo nada. La veo salir rosco en mano y su mirada perdida en la lejanía, mientras mastica el bocado…  su cabeza no para.


     © f. buendía 


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