jueves, 9 de mayo de 2013

El Museo - El hombre sin mirada







El Museo

     Mirar un cuadro en un museo es lo más cercano a la idea que me infundieron sobre cómo sería el cielo; aséptico, muy iluminado, silencioso..., nunca se sabe si entenderás lo que vas a encontrar allí, además sospechas que desde cualquier rincón hay ojos que te vigilan. Has abandonado ya tu cuerpo y es tu alma quien viaja entre galerías observando las obras expuestas. ¡Rayos! lo del alma no lo consigo entender del todo, siempre he creído que es la parte de nosotros que piensa y que siente… Imagino a mi cerebro y mi corazón, unidos entre sí, por un… yo no sé qué, que sin necesidad de chasis, merodea por los pasillos del cielo hasta enterarse de cómo está montado aquello. En realidad, ¿qué aspecto deberíamos tener en el cielo?

     Y así es como yo funciono en los museos, me desconecto del cuerpo, es decir, mi cuerpo va pero como que no le hago mucho caso, los sentidos conectan de forma directa (emoción-corazón-cerebro), sin pagar peaje. Nada de me duele aquí, estoy oyendo esto que dice la audio guía pero además pongo atención a lo que dice el vecino, ¿dónde está el servicio?... No, uno está pendiente de lo que esta. Y, si realmente estás centrado en lo que estás, entonces se origina una verdadera comunión entre la obra y tu percepción. Has de verte muy obligado para perder la alianza establecida entre el arte y tú mismo, o tu alma, o tu cerebro, o tu corazón... El atracón no es bueno y suele sacarnos del trance ya que a menudo sucede que nos quieren enseñar o queremos ver demasiado en poco tiempo, escuchar al erudito de al lado también nos hace perder la concentración porque nos arrastra al desconsuelo… ¡En mi vida voy a ver las cosas que dice este tipo que observa en ese cuadro! ¡¿Pero dónde ve él eso?! ¡Joder! Consiguen complicarlo…  es lo malo que tienen los eruditos. Lo bueno es que saben mucho, y te dan envidia sana, lo malo es que saben mal y te dan jodido ardor.

     ¡Caramba! somos ridículos hasta llegar al paroxismo. ¿Por qué mezclamos todas las cosas?  ¿Qué necesidad tiene uno de estar pensando en el cielo para mirar un cuadro?... Ahora  miraba “Naturaleza muerta con cajón abierto” de  Paul Cezanne  ¿Dónde está el cielo en este cuadro?, me preguntaba  y… ¡carajo!, lo estaba tocando. Si existe el cielo está ahí, en ese pequeño lienzo de Cezanne…  ¡Uhm!, el Alma, el Corazón, el Cerebro, el Arte… el Cielo.

     Me fui al bar y pedí una copa, para aderezar el gazpacho que tenía liado, miré a los que allí habían, era gente, ¿cómo decirlo? una selección de lo selecto. Selecto en el buen sentido de la palabra… ¡Puñetas! si hay de verdad un cielo, quiero que estén todos estos cuando a mí me toque; tan bien, tan atraviesan el mundo para ver lo que sea de mérito, tan interesados, tan interesantes, tan… tan cultos. ¿Y si me toca el infierno? ¡Caray!, qué le vamos a hacer, que estén, por favor, todos también. Ya nos las arreglaremos. Uno en un museo se siente bien, a gusto, como en la cama junto a otro cuerpo caliente, cuando tan solo somos una panza que se infla y desinfla y que se engurruñe agarrando a quien tiene al lado para huir del espanto. El consuelo, invariablemente, es una cama donde se reúnen dos seres aterrados fundidos en un abrazo. El arte, como sentimiento, se origina inmediatamente después del abrazo. Y como creación, en ausencia de este, al cielo y al infierno les ocurre lo mismo. ¡Guau!, me fascina Cezanne.

     Mirar un cuadro encierra siempre un acto filantrópico, de alguna manera admiramos la esencia que nos llega de otros y esto es poco común, pero también es asomarse detrás del espejo y acertar a ver lo que esconde. Explorar en lo desconocido e indómito sin entender demasiado bien donde nace la emoción que sentimos al contemplarlo, estremecerse… el arte  debe estremecernos, de no ser así; o no es arte o no hemos sabido avizorarlo. Mirar con los ojos que nunca nadie antes lo ha mirado, ruborizarnos al descubrir que delicadezas impropias en nuestro interior coinciden a veces con lo más insólito y licencioso de lo que de él percibimos.

     Recuerdo una mañana de domingo en una galería del barrio de Chamberí, en Madrid (los domingos en la mañana son ideales para ir a un museo), quería ver una temporal sobre el pintor y fotógrafo alemán Günther förg, él suele retomar signos de los grandes pintores abstractos americanos para interpretarlos libremente. La verdad es que no estaba yo demasiado entusiasmado con lo que veía, en su mayoría manchas de colores torpemente alineadas sobre blanco, líneas, garabatos, texturas guarreadas y rectángulos de un solo color. Ante las obras de arte que no entiendo, me acude pronto la sofocante sensación de no ser capaz de interpretarlas y, de alguna manera, termino agobiado y escapo de ellas con cierta frustración. Machacando mi consciencia estaba cuando en el rincón más impreciso, mi cerebro y mi corazón, es decir: mi alma, pasaron de mi y se pusieron a mirar una composición; sobre fondo amarillo ocre, resaltaban apareadas unas grandes manchas, como puntos redondos, en colores primarios (dos azules, dos verdes, dos negros y uno naranja), y destacaba la firma, escrita en tono verdoso con un pincel sucio (entiendo), colocada atípicamente en la esquina superior derecha del lienzo: “Fórg 98”. Allí estaba yo, como un pasmarote, subiéndome la emoción.

     Estas cosas son así, creo que ese cuadro amarillo con puntos de colores no me gusta nada, sin embargo, no podía dejar de mirarlo. Al salir, compre una reproducción de la dichosa obra en “post imán” que he colocado en la puerta de la nevera. No me reconozco, cada vez que me descubro embelesado, apoyado sobre la puerta cerrada del frigorífico, agarrado a la maneta, con la mirada fija en la puñetera chapa; sin poder recordar, cuando por fin vuelvo en mí, que diablos necesitaba yo del refrigerador. Realmente no sé si existe el alma, en caso de que así fuera: ¿los objetos la atesoran también?... Si estoy seguro, de que las obras de arte tienen algo especial y misterioso, casi diabólico diría; son caprichosas y jamás se dejan elegir, son ellas las que te elijen a ti.

(c) f. buendía

Acompañamos con: Jaula en el pecho - Amancio Prada



2 comentarios:

  1. El ser humano posee la magnífica cualidad de apreciar la belleza (según sensibilidades, evidentemente). El arte, en mi opinión, podría definirse como la capacidad de los individuos para producir belleza. Las personas, además, sienten la imperiosa necesidad de comunicarse, interactuar, trascender, dar salida a un rico e irreprimible mundo interior… para eso se crea el mensaje y empleamos códigos que, en el caso del arte, son múltiples. Además, está el contexto, que influirá de forma determinantemente en el significado.

    Por otro lado, el hombre, a mi modo de ver, se conforma en dos dimensiones; la física, terrenal o corporal y la metafísica o espiritual. A mi parecer, es esta última (la metafísica, teórica o espiritual), la que corresponde al alma. Se trata, por tanto, de algo necesariamente íntimo, específico e individual, que cada uno debe llenar, dar contenido y satisfacer según su propio discernimiento. Hay quien decide llenarla con un paquete “pack” estandarizado, de índole devoto-religioso, son los creyentes. No está mal, resulta fácil, cómodo y exacto, quizás no tan comprometido, pero todos mis respetos para ellos. Y hay también quien decide conformarla de una forma más personal, compleja y ecléctica, a través de toda una vida de experiencias, humildad y aprendizaje. La perfección del alma, como la del hombre, no se alcanza nunca, pero esmerarse en conseguirlo da sentido a nuestra existencia, concede la posibilidad del albedrío y otorga cierta originalidad al sujeto.

    Luego está la sensibilidad, como el individuo, esta puede cultivarse hasta alcanzar el culmen de la exquisitez y el refinamiento, esto está bien. No obstante, creo que podremos convenir en que viene de serie. Es decir; no hace falta ser un erudito para apreciar la hermosura, sino que se trata de una cualidad de las personas y que forma parte de nuestra condición humana.

    En definitiva y siempre a mi modo de ver, será en función de estas tres variables, fundamentalmente: capacidad para apreciar la belleza (sensibilidad); existencia de un mundo interior propio (calidad de empatía) y contexto. Que nos emocionaran o pasaran desapercibidos ciertos estímulos externos. O dicho de otro modo; que estaremos más o menos predispuestos a conectar e identificarnos ante unas u otras señales. Aun de forma completamente inconsciente.

    El artista, ademas, obligado a vencer en cada creación a la materia misma, unas veces se implicara ferozmente en su domesticación y otras dejara que esta se desarrolle libremente. Pero, finalmente, si todo ha ido bien, la grandeza misma de la obra superara al propio arte. Así reza en la inscripción que el ingeniero romano julio Cayo Lacer aposto a la entrada del templo situado en uno de los estribos del puente de Alcántara: “Ars ubi materia vincitur ipsa sua”, (la grandeza misma del arte es superada por la grandeza de la obra).

    ResponderEliminar
  2. en la novela y película "La joven de la perla" se puede apreciar la complicidad entre dos almas muy diferenciadas socialmente pero unidas por la visión de lo que llamamos arte; la de un pintor y su criada, todo el conocimiento del pintor y toda la ignorancia de la criada pero la misma visión, la belleza.

    ResponderEliminar